Aunque negaré haber dicho esta cursilada, Ari es y será siempre tu mejor momento.
—Estás loca —comentó en apenas un susurro. —Cuéntame algo que no sepa. —Que estás preciosa cuando te ríes así. —¿Así cómo? —inquirí. Me mordí el labio inferior y a él se le escapó un suspiro. Tardó tanto en contestar que creí que no lo haría. —Como si la felicidad te estuviera besando en la boca.
Puso cara de cachorrillo abandonado y de forma instintiva me dieron ganas de abrazarle. Resistirme a él era cada vez más difícil. Leo emanaba la clase de magnetismo que es imposible ignorar. Ese que gira cabezas a su paso y atrae miradas allí por donde pasa. Y yo, desde luego, no era inmune a él.
Ari era el único lugar en el que quería estar. Ella era mi hogar.
«Deja de pensar en cosas duras», me reprendí. Mantuve la vista alta, solo para evitar tentaciones.
Al margen del paréntesis en el pulso constante que manteníamos desde que nos habíamos conocido, yo creía seguir teniendo claro lo que me convenía. Hubiera firmado en ese mismo instante por una aventura de una noche con algún tipo guapo y amable, algo que devolviera mi corazón a la vida, que me mostrara que los para siempre no existen pero los aquí y ahora no están tan mal. Porque seguir esperando el amor perfecto me resultaba pueril y ya había descubierto que la ingenuidad solo se traduce en dolor y heridas que nunca terminan de cicatrizar.